javier gil

La ética del paisaje

El diálogo entre hombre y paisaje se ha configurado en el transcurrir de los siglos como una de las constantes clásicas en la manifestación artística. La escena contemporánea, lejos de recluir de su repertorio la mirada sobre el entorno, ha inyectado nuevo oxígeno a la representación del espacio físico en cualesquiera de las múltiples formas de expresión y tendencias que hoy se entremezclan en la permeabilidad de los nuevos lenguajes visuales.

Si hablamos de las pinturas que presenta Javier Gil, me veo obligado a situar este diálogo en su propia geografía personal. Nació y reside en Aranda de Duero, donde ha vivido siempre, salvo el paréntesis universitario de su paso por la Facultad de Medicina de Valladolid.

Quizás por ello, no resulte circunstancial el contenido de su más reciente producción pictórica titulada El ser y la nada, que ahora muestra en la primera exposición individual realizada en su ciudad.

Desde su localidad natal, el curso del Duero le conduce espontáneamente, pero con intensidad progresiva, a una suerte de exploración interior del mapa castellano. Las tierras de Soria y Burgos se convierten así en escenario habitual de largos paseos, que en un paralelismo literario podríamos identificar en miradas como la célebremente trazada por José Jiménez Lozano en su Guía espiritual de Castilla.

En cualquier caso, no estamos ante una intención limitada a la representación del paisaje inmediato. Más al contrario, nos encontramos ante el soporte iconográfico adecuado para reflejar el pensamiento de quien los contempla. El paisaje captura al hombre porque este reconoce en el entorno su propia interpretación ética de la vida. Es decir, el autor se reconoce en el paisaje.

Siempre resulta un atrevimiento innecesario, respecto a las intenciones del autor, esbozar un marco de referencias sobre su obra, pero desde la posición subjetiva de espectador encuentro resonancias (a primera vista antagónicas) que podrían trazar un itinerario visual alimentado desde la espiritualidad abstracta de Rotko a la figuración existencialista de Eduard Hopper, pasando por la esencial interpretación de la geometría castellana que Diaz Caneja desarrolló durante toda su vida.

Como si de un zoom cinematográfico se tratase, el autor establece una relación casi circular de lo abstracto a lo figurativo, de los planos imprecisos de una meseta despoblada a las líneas definidas que marcan las riberas de nuestros ríos.

Roza la abstracción en enfoques de larga profundidad donde se confunden en el horizonte cielos y campos de otoño, se define en la figuración de los encuadres intermedios y vuelve al límite de los abstracto cuando aplica el teleobjetivo para detenerse en los detalles que proporcionan las riberas del Duero.

Las pinturas de Javier Gil proponen, en definitiva, una invitación emocional a redescubrir el alma de un paisaje tan cercano como muchas veces ajeno a la contemplación de quienes lo habitamos, sugiriendo un paseo, silencioso e intenso, por nosotros mismos.

javier gil

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